Los ojos de Juan Lanfranco, el fotógrafo empresario.

El siguiente es un artículo escrito por el periodista y escritor Rodrigo Núnez CarvaIlo sobrino y ahijado de Juan Lanfranco, y basado en una entrevista que le hace a Rosa María Nuñez viuda de Juan, a los 102 años. Rosamaría fue hermana de su padre, el abogado, historiador e intelectual Estuardo Núñez quien a su vez fue también muy amigo de Juan. Ella viviría tres años más continuando con la tradición de una familia de intelectuales longevos.

Pronto Rosamaría cumplirá 102 años y sigue lúcida y hermosa. Hace poco perdió a una hija, Esperanza. Es muy doloroso ver morir a alguien que criaste, y es mucho más joven que tú. En verdad, nunca pensé ser tan vieja, dice con una tristeza que se esconde tras una leve sonrisa. Pero viene de familia. Mi abuela pasó largamente los noventa, mi madre también y mi único hermano llegó a los 105 años, va diciendo mientras abre las ventanas del tiempo. 

Sus pupilas se iluminan. Nací en Barranco, y he vuelto pasados los noventa al mismo barrio. Jugué de niña con María Rostworowski antes de que se fuera a Polonia y con Ella Dumbar Temple en el colegio San José de Cluny. Curiosamente ambas fueron historiadoras y se casaron con nobles. Ella Dumbar dijo desde chica que esperaba un príncipe azul y efectivamente contrajo enlace con un conde italiano, el estudioso Carlo Radicatti. Maria Rostworowski también casó con otro conde, el polaco Zygmunt Broel-Plater, aunque el matrimonio no duro mucho. Yo en cambio no elegí a un príncipe. Escogí a un muchacho sencillo que se llamaba Juan Lanfranco.

El abuelo materno de Juan (Jean Monier) había sido el constructor de los túneles del ferrocarril central, pero la guerra y las turbias finanzas de Enrique Meiggs lo dejaron impago. Años después el contrato Grace permitio saldar la deuda. Era el año 1888, y el abuelo Monier logró hacerse de 36 mil hectáreas en el Perené, tierras vírgenes y feraces, que trabajó hasta su muerte. Su única hija llamada Juanita Monier heredó la enorme hacienda “Naranjal” y se casó con Leoncio Lanfranco, entroncado con los Tristán de Arequipa y por lo tanto pariente de Flora y de Paul Gauguin. 

El matrimonio fue corto. Juanita Monier murió de eclampsia en el parto de su segundo hijo. El viudo, hombre aventurero y desordenado acabó hipotecando la herencia de sus hijos Juan y Orlando, y desentendiéndose de ellos. Finalmente los niños terminaron bajo la tutela de sus tíos paternos, y vivieron en la casa del doctor Javier Lanfranco, el médico de todo Barranco. 

Juan era un muchacho larguirucho y tímido que rondaba por mi vereda porque vivíamos en la misma calle. Finalmente una tarde me abordó y salimos a pasear por el parque municipal. Era muy culto, siempre tenía un libro bajo el brazo, y me leía poesía que por entonces yo no alcanzaba a comprender: Nerval, Rilke, Huidobro. Finalmente se me declaró y yo acepte después de consultar con mi madre. Es de buena familia, me dijo ella. El tío con el que vive es una eminencia. 

Luego me enteré que Juan era también fotógrafo y aficionado a la escritura, y cuando me llevaba a pasear aprovechaba para tomar fotos con su Leica, aquellas aún de fuelle. Luego me dejaba en mi casa y a la mañana siguiente encontraba bajo la puerta de calle un sinfín de retratos y paisajes en cuyo reverso ponía algunos versos. Yo suspiraba por él, pero todos aquellos talentos contradecían la carrera que había estudiado: ciencias comerciales. 

Con el tiempo fui conociendo a sus amigos. Recuerdo al dramaturgo Juan Ríos que partió a combatir en la guerra civil española. También a Raúl María Pereira, Ernesto Gastelumendi, al literato Augusto Tamayo, y a un fino escritor llamado José Alfredo Hernández. Visitaba también al poeta Manuel Beltroy. Yo hice lo propio y le presenté a mis amistades, casi todas compañeras de la escuela de Bellas Artes, donde a instancias de mi hermano comencé a estudiar. Parece ayer, allí estaban las hermanas Insúa, Reneé Gonzales Barúa. Todavía José Sabogal era el director y la escuela era un remanso de paz y creación. Al principio mi madre me acompañaba a tomar el tranvía y me dejaba en la misma puerta. Después ya fui sola y Juan tomó la costumbre de ir a recogerme. Era una época difícil para un pintor. Uno no sabía si seguir la escuela indigenista o explorar el camino del arte moderno. El arte es expresión, decía el recién llegado Ricardo Grau. Para copiar la realidad ya tenemos la fotografía. Lo que no sabe Ricardo es que la fotografía también es pura expresión, replicó Juan. Todos reímos de su ocurrencia. 

Un día vino Juan con una noticia que no supe si tomar a bien o no. ¡Hemos ganado el juicio a mi padre! Mis tíos han logrado anular la hipoteca de la hacienda. ¿Y eso qué significa? Que nos tenemos que casar e irnos a la montaña. “Naranjal” está hecha una ruina, pero hay que ponerla a producir. 

Tras la boda nos fuimos a Chanchamayo donde Juan y sus tíos se pusieron manos a la obra. Sembraron café, dispusieron la maquinaria para procesarlo, levantaron un aserradero, era un trabajo de titanes. Al principio nos fue muy difícil todo. No había capital, acababa de estallar la segunda guerra, el mercado local era muy difícil. Pero la vida del campo nos ganó. Me acostumbré a las mucas y a las arañas que paseaban por los muros, a las lluvias y calores. No había nada mejor que abrir las ventanas del comedor y disfrutar de la vista en la mañana. Un campo de naranjos que dejaban caer sus frutos sobre un estanque, los senderos tupidos de vegetación, las gordas nubes y el verde perenne de las colinas. Está risueña Rosamaría cuando recuerda aquellos años en Chanchamayo. Yo seguía pintando en los pocos momentos que me quedaban libres. A veces hacía apuntes y Juan tomaba fotos a mi alrededor. Un día nos llegó una carta de Alemania de la compañía Rolleiflex. Juan se había ganado un concurso internacional de fotografía y bailaba en una pata. Poco tiempo después obtuvo el primer premio de los juegos florales de Barranco. 

Regresamos a Lima a finales de los cuarenta y nos mudamos a Miraflores. Los negocios comenzaron a ir bien, exportábamos café en grandes cantidades, los precios eran buenos. Al poco tiempo, Juan construyó un gran edificio en la avenida México que tenía una humeante taza de café en el techo. Un día nos levantamos y descubrimos que nos habíamos vuelto ricos. Nos hicimos una casa, nos llenamos de comodidades, una noche Juan me trajo de regalo un gran piano de cola que pusimos en la sala. ¿Pensé que te gustaría aprender? me dijo con dulzura. Tomé lecciones con Teresa Ornano y no me fue mal. Llegué a tocar el Adios al Piano de Beethoven.

Había que viajar a Nueva York y Hamburgo, visitar ferias, contactar con grandes comerciantes y las bolsas. Incluso llegamos a integrar la delegación de empresarios a la reunión de la OEA en Punta del Este. Allí me encontré cara a cara con el Che Guevara en un ascensor. Era muy guapo, tenía cierta inocencia en la mirada. En fin, la vida se nos complicó. Ya no había tiempo para mi pintura ni para su fotografía. El cuarto oscuro fue ganado por el polvo. 

Todavía conservo muchas de esas fotos, me gustaría que algún día se expongan. Juan era muy artista pero el tiempo se le fue pasando entre negocios, viajes y proyectos. Había que crecer en el mercado mundial, mejorar la producción, invertir en maquinaria y a veces endeudarse, pero inesperadamente vino la devaluación del 67 y los intereses nos comieron. Vendimos el yate, el departamento de Ancón, algunas propiedades pero no fue suficiente. Luego llegó la reforma agraria y nos quitó el resto. De nuevo éramos pobres. A mí no me importaba mucho pero Juan tenía un alto sentido del honor y la elegancia, tanto que a veces tenía que esconderle la pistola. Finalmente creo que se acostumbró a la idea de no ser un potentado. Paseábamos, me leía poemas de Machado y de García Lorca, escuchaba su enorme colección de música clásica. Tenía finalmente tiempo para leer, darse baños de mar, ir al cine o a la filarmónica, quería incluso escribir. La vida da muchas vueltas, Juan. A veces uno está arriba y de repente te encuentras abajo. Toma las cosas con más calma. Juan levantó el vaso de whiski entre sus largos dedos. Que hubiera sido de mi vida sin ti, Rosamaría. 

Un día amaneció con mucho dolor en la espalda. No duró ni dos semanas. Una dolencia al páncreas se lo llevó. En verdad nunca pensé que la muerte nos separaría. De eso hace cuarenta años. He vivido otra vida sin él, pero todavía cuando despierto siento su presencia en la habitación. Cuánto tiempo me llevó conseguir que su recuerdo fuera tranquilo y sosegado. Yo también tuve mi príncipe, y fue verde como los árboles y las montañas de Chanchamayo, dice con un dejo de nostalgia. Te entrego todas sus fotos. Aquí está su mirada todavía. 

Una respuesta a “Los ojos de Juan Lanfranco, el fotógrafo empresario.”

  1. […] los túneles del Ferrocarril Central. De acuerdo a Rosa María Núñez, esposa de Juan Lanfranco, los malos tratos financieros de Meiggs así como la gran deuda que tendría el Perú por la Guerra con Chile dejaron a Monier sin […]

    Me gusta

Replica a Jean Monier, el fundador de Naranjal. – Café Lanfranco Cancelar la respuesta